Y Trump cruzó el Potomac

Por José Antonio Gurpegui Palacios. Catedrático de Estudios Norteamericanos en el departamento de Filología Moderna de la Universidad de Alcalá de Henares. Director del Instituto Franklin.

Cuenta Suetonio en Los doce césares que dudaba Julio Cesar entre cruzar el Rubicón o permanecer en la Galia cuando un soldado de impresionante belleza pasó con determinación al otro lado del río e hizo sonar una trompeta. El general romano entendió lo sucedido como manifestación de la voluntad divina y le siguió con todo su ejército pronunciando la famosa frase alea iacta est, “los dados han sido lanzados” -no “la suerte está echada”, como coloquialmente se traduce. El protagonista de este episodio histórico ha pasado al imaginario colectivo con un cierto halo romántico por trasgresor -su decisión suponía una violación de la legislación del senado romano que prohibía al ejército cruzar el citado río- cuando la realidad fue bien distinta: con tal acción la república romana, establecida durante cuatro siglos,  comenzó su declive en beneficio de la dictadura de los césares.

Trump: más allá del bien, de la ley, del humanismo

No el Rubicón, pero sí el Potomac entre el Congreso y la Casa Blanca está cruzando el nuevo presidente de los Estados Unidos. Como Julio César, también Donald Trump se considera ungido por el Altísimo, quien le ha encomendado, tal como mencionó en su discurso de toma de posesión presidencial, la misión de liderar el renacimiento estadounidense: “Hace solo unos meses, en un hermoso campo de Pensilvania, la bala de un asesino me atravesó la oreja, pero sentí entonces y creo, aún más ahora, que mi vida fue salvada por una razón. Dios me salvó para hacer a Estados Unidos grande de nuevo.” En su divino cometido Donald Trump, también como Julio César, parece situarse más allá del bien y del mal, de la ley y el orden, del humanismo y las libertades individuales; en definitiva, por encima de los principios liberales que propició el pensamiento ilustrado y que desde finales del XVIII garantizaban la pervivencia de la democracia occidental.

El propio presidente ha alimentado este tipo de análisis, de razonamientos, pues su respuesta a la pregunta de Sean Hannity en la Fox sobre si iba a “ser un dictador” resulta cuando menos inquietante: “No, no, no aparte del primer día”. Reconocer que será dictador al menos por un día parece ir en línea con lo expuesto por el ya expresidente Biden –especialmente maltratado por el devenir histórico–, quien previno y avisó en incontables, ocasiones que “Trump está decidido a destruir la democracia estadounidense”.

Si algo puso de manifiesto su discurso -más allá de un cuestionable decoro al atacar de forma tan inmisericorde como injusta a su predecesor allí presente- fue un inquietante espíritu adanista cuando en sus primeras palabras anunció que “la edad de oro de los Estados Unidos comienza ahora mismo” y que “todo cambiará a partir de hoy”. Habrá quien piense que no se trataba de adanismo, sino de desmedida egolatría, ratificada poco antes de concluir el discurso al asegurar que “estamos a punto de vivir los cuatro mejores años de la historia de Estados Unidos”. ¡Ahí les ha da´o!, diría el gran Pepe Isbert.

"Negar la nacionalidad a los hijos de inmigrantes indocumentados lleva a cuestionar la legalidad vigente que alcanza a la propia Constitución americana"

El cuestionamiento de la legalidad vigente

Cierto que se trata tan solo de palabras. Más inquietantes resultan los hechos en forma de proposiciones firmadas, y no solo por la indignidad del menosprecio de quienes verán sus vidas afectadas por tales decretos o la banalización política derivada de las formas. Obviando las de temática anecdótica –la desclasificación de los documentos secretos relativos a los asesinatos de John y Robert Kennedy, junto a los de Martin L. King– o los estrafalarios –renombrar el Golfo de Méjico como Golfo de Estados Unidos–, la mayoría resultan preocupantes. No son pocas la que presuponen un cuestionamiento de la legalidad vigente que incluso alcanza a la propia Constitución. Por ejemplo, negar la nacionalidad estadounidense a los hijos de emigrantes indocumentados, aunque la decimocuarta enmienda                       -introducida en 1868- disponga que “toda persona nacida o naturalizada en los Estados Unidos y sujeta a su jurisdicción, será ciudadana de los Estados Unidos…”

Incidir sobre los motivos que han supuesto para Trump una victoria sin paliativos resulta, a estas alturas, tan tedioso como insustancial. La propuesta de “aventurar” qué principios regirán las acciones del presidente puede resultar más interesante, aunque con persona(je) tan voluble uno siempre corra el riesgo de hacer el ridículo.

El movimiento MAGA (Make America Great Again, Hagamos América Grande de Nuevo) ha pasado de eslógan político en la campaña electoral del primer mandato de Trump a convertirse en el leitmotiv y objetivo de su segundo mandato. Parece que Trump intuyera que lo mismo que el siglo XVIII fue el siglo de España, el XIX el del Reino Unido, y el XX el de Estados Unidos, en este siglo XXI China pudiera desbancar a Estados Unidos. No le faltaría razón, y así se entenderían las continuas referencias a China, convertida en ingrediente fundamental de todas las ensaladas, lo mismo si se trata de asuntos geopolíticos –Groenlandia y Panamá–, económicos –aranceles y energías renovables-, o sociales –Tik-Tok y fentanilo-.

China: el enemigo número uno de Trump

El mundo ya no baila la “yenka” según los tradicionales referentes ideológicos, es decir, por una parte países dominados por el totalitarismo propio de las filosofías comunistas y por otra aquellos con vocación democráticos e inclinaciones capitalistas. Tal división ha quedado obsoleta y caduca. En el nuevo marco geopolítico, China ha reemplazado a Rusia como amenaza para el “american way of life”. Según tal axioma no es de extrañar que relegue la importancia del conflicto ucraniano a un tercer o cuarto nivel –el nuevo Secretario de Estado ha visitado Panamá, El Salvador, Costa Rica, Guatemala, República Dominicana antes de iniciar siquiera contactos con Moscú-, o que despachara con pasmosa simplicidad tan enrevesado conflicto al asegurar que si él hubiera sido presidente no hubiera llegado a iniciarse y que lo resolvería en un solo día tras ganar las elecciones.

El peligro no lo representa afrontar temas de geopolítica mundial como quien salta “de oca a oca y tiro porque me toca” en el mencionado juego, sino que Trump pretenda privatizar la democracia. Trataría de imitar el modelo chino asumiendo que el éxito de la nación oriental sea debido a los principios de la tipología política del “rabanito”: rojo por fuera y blanco por dentro.  Rojo en tanto en cuanto la economía del país está teledirigida desde el gobierno que dirige, impulsa, protege, y al mismo tiempo canaliza las iniciativas privadas de acuerdo a sus propios intereses –Trump ha firmado la creación de un fondo soberano-; y blanco en el interior, al primar por encima de escrúpulos humanitarios los éxitos económicos y la capacidad de influir en otros países.

Quiero pensar que la democracia estadounidense, la más antigua y referencial del mundo, podrá soportar los cuatro años de autoritarismo que sin duda nos esperan. Así, por ejemplo, unos cuantos estados y algunos jueces han manifestado que no implementarán el referido decreto en contra de las nacionalizaciones de los nacidos en territorio de Estados Unidos. Esperemos dos años, a las elecciones de mitad de mandato, para ver qué ocurre con su respaldo en las cámaras. Planteo tal interrogante cuestionándome qué ocurrirá en caso de que perdiera el poder absoluto que tiene ahora.

Narra el historiador Apiano en Historia Romana que cuando Marco Marcelo indicó a Julio César que un nuevo gobernador debía hacerse cargo de la gobernanza porque terminada la guerra en la Galia el senado le retiraba el poder, él echó mano a su espada y respondió “Esta me lo dará”.

José Antonio Gurpegui Palacios. Catedrático de Estudios Norteamericanos en el departamento de Filología Moderna de la Universidad de Alcalá de Henares. Director del Instituto Franklin.