Contra la desinformación y más allá: la democracia puede y debe actuar
Por Jesús Maraña. Periodista. Director Editorial de InfoLibre y codirector de TintaLibre.
Cuando me lanzo al teclado y atiendo la invitación de MADS para escribir sobre un asunto tan complejo como la desinformación, el periodismo y los riesgos democráticos, ando enfrascado (como casi siempre) en distintas lecturas, pero aquí hago referencia a dos: el último ensayo del historiador Timothy Snyder, Sobre la libertad, y un reciente informe elaborado por la consultora KPMG en colaboración con Digital Journey titulado Medios de información: las tendencias que guían un futuro en transformación.
Este último que menciono es resultado de entrevistas realizadas a sesenta líderes de los principales grupos, compañías y cabeceras españolas, que expresan lo que consideran mayores desafíos para los medios por orden de preocupación: la implantación de la Inteligencia Artificial, el incremento de ingresos generados por las suscripciones y el crecimiento de las audiencias. Las conclusiones reflejadas son un poco de perogrullo. Por un lado, flota una enorme incertidumbre acerca de la IA y sus repercusiones en los medios, tanto sobre los contenidos informativos como sobre la publicidad (por cierto, dos contenedores cada vez más interconectados y más difíciles de distinguir). Por otro, dicen los directivos y ejecutivos mediáticos españoles que la apuesta definitiva por los modelos de suscripción para sostener el negocio periodístico pasa por una estrategia volcada en la calidad y exclusividad del contenido. ¡Eureka! Los cuatro gatos que llevamos más de una década defendiendo la absoluta necesidad de poner en valor el periodismo fiable mediante la suscripción y huyendo de aquella estupidez de la “gratuidad” de la información porque “en internet no se pueden poner puertas al campo” estamos de enhorabuena, aunque sea (quizás) demasiado tarde.
La desinformación apocalíptica
Sostiene el estudio otra obviedad de calibre, “la incesante competencia por captar la atención de los usuarios incentiva aquellos contenidos mejor tratados por los algoritmos, que suelen ser los más llamativos o sensacionalistas…”. Expresado sin ambages: es muchísimo más eficaz para conseguir audiencia publicar exageraciones, falsedades, asuntos morbosos o directamente bulos que apostar por un periodismo de investigación contrastada que huye de esa descarada guerra del clic. Los oscuros algoritmos de las grandes plataformas premian en audiencia a los Indas y Alvises y castigan a cualquiera que se esfuerce con paciencia por una información de calidad.
Esa realidad condicionada desde hace años, ahora de modo casi apocalíptico, por la desinformación que circula no sólo por redes sociales sino también por medios convencionales y hasta grandes cadenas de televisión, es la que desemboca en el éxito político de movimientos nacionalpopulistas de extrema derecha como el trumpismo, dispuestos a socavar los cimientos democráticos en clara connivencia o directamente al servicio de multimillonarios y grandes corporaciones. El neoliberalismo estrepitosamente fracasado con la hecatombe financiera de 2007 se ha reinventado a través del capitalismo tecnológico de Silicon Valley. Los Trump, Milei, Abascal, Meloni, Le Pen y demás “compañeros de armas” son actores secundarios (aunque imprescindibles) para imponer los intereses de un neocapitalismo salvaje que apuesta por autócratas ante el temor a cualquier tipo de regulación que frene la voracidad extractiva de sus empresas globales. ¿Quién ejerce un mayor poder, Musk o Trump? ¿Zuckerberg o Netanyahu? En cualquiera de los casos, se trata de una coalición de intereses cuya prioridad es dinamitar la democracia eliminando todo tipo de controles, frenos, regulaciones, saltándose por el camino todo el derecho internacional, derechos humanos básicos o normas comerciales existentes. Si son capaces de ejecutar o justificar un genocidio en Gaza, ¿qué les va a importar un tratado de libre comercio?
"¿Quién ejerce un mayor poder, Musk o Trump? ¿Zuckerberg o Netanyahu? En cualquiera de los casos, se trata de una coalición de intereses cuya prioridad es dinamitar la democracia "
Qué podemos hacer
Podemos caer en un pesimismo melancólico y paralizante o podemos elevar la vista y considerar, por ejemplo, que todo lo que nos está pasando demuestra, precisamente, el altísimo valor tanto de la política como del periodismo. Musk no podría ejecutar sus malévolas ensoñaciones narcisistas ni multiplicar su imperio sin la complicidad de un psicópata vanidoso como Trump a los mandos de la Casa Blanca. Y este no habría podido regresar al poder, ya condenado por 34 delitos y a punto de ser encausado como impulsor del golpe de Estado en el Capitolio, sin un Elon Musk desplegando una ingente campaña de desinformación y bulos a través de sus redes sociales, muchísimo más influyentes en votantes clave de Estados clave que las cabeceras tradicionales y fiables de EEUU.
¿Qué podemos hacer contra el fenómeno de la desinformación y para fortalecer un periodismo desacreditado por méritos propios y ajenos? Hace tiempo que algunos venimos defendiendo dos vías paralelas, compatibles y hasta complementarias: la autorregulación y la regulación. Sobre la primera parece existir un amplísimo consenso teórico, que desaparece en cuanto se trata de ponerla en práctica. Puede y debe existir un órgano independiente con autoridad que sea aceptada por todos para avergonzar y sancionar a periodistas y medios que incumplan los códigos de buenas prácticas de este oficio: toda noticia debe ser contrastada, dando voz a los afectados por la misma, procurando comprobar la veracidad de los datos y cumpliendo el deber de rectificar si se produce un error. No debería ser tan complicado. Pero enseguida se abre un segundo debate: ¿quién debe componer ese órgano, los colegios y asociaciones de periodistas, los medios de comunicación, representantes de la sociedad civil? ¿Cómo se elige a sus miembros? Parece que lo que hay son ganas de marear la perdiz, tendría que ser relativamente sencillo –en cualquier caso posible– contar con un órgano en el que estén representados los periodistas, las cabeceras o empresas y voces de la sociedad civil con prestigio científico y democrático.
Pero señalar o avergonzar a los promotores y ejecutores de la llamada máquina del fango no es suficiente. Hace falta regulación para empezar a distinguir lo que es un medio o un periodista y lo que es un pseudomedio o un tipo disfrazado de periodista que se dedica a desinformar, sembrar odio y hacer caja a base de bulos, calumnias y falsas noticias. (Cuidado con las trampas del lenguaje: en mi opinión no existen las fake news, porque si algo es falso no es noticia y si algo es noticia no puede ser falso. Jugar con el oxímoron es una técnica muy asentada entre los cerebros del desgaste democrático; ya veremos hasta qué punto puede sostenerse el concepto Inteligencia Artificial). En cuanto se menciona la palabra “regulación” salen en tromba los aguerridos defensores de la “libertad de expresión”, que aplican a este terreno exactamente el mismo lema que los liberales de la economía a la libertad de mercado: “la mejor ley es la que no existe”. Mentira. Eso sí que es una enorme fake news. Está más que suficientemente demostrado que hacen falta regulaciones que garanticen precisamente las condiciones para una verdadera libertad de mercado o para un ejercicio verdaderamente libre de la opinión o la información. Si hiciera falta recordarlo, la misma Constitución (artículo 20) establece la obligación de proteger “el derecho a comunicar o recibir libremente información VERAZ”.
A mi juicio, la libertad de expresión se defiende también actuando en su protección. Siempre, eso sí, que se considere ese derecho fundamental en el sentido que plantea el profesor Emilio Lledó: “¿de qué me sirve la libertad de expresión si sólo digo imbecilidades?” Lo que interesa a la convivencia democrática es expandir y promover la “libertad de pensamiento”, basada en el conocimiento, para poder tomar decisiones libres sobre hechos veraces, no contaminados por falsedades o basura informativa. ¿Acaso no ejercen su libertad de expresión esos exitosos influencers que defienden el terraplanismo o niegan el cambio climático? No planteo que se les prohíba decir o defender lo que les dé la gana, lo que reclamo es que no se les confunda con periodistas o medios de información y que no reciban un solo euro público en forma de publicidad institucional. Y, por supuesto, que los propietarios de las grandes plataformas tengan respecto a los contenidos que difunden la misma responsabilidad legal que asumimos los directores de medios de comunicación. La libertad de expresión no puede servir para una impunidad selectiva.
Este planteamiento es tan factible que una parte de los elementos necesarios para avanzar en el combate de la desinformación figuran ya en la Ley de Libertad de Medios aprobada por el Parlamento Europeo y pendiente de aplicación en España (ha de hacerse antes de agosto). Prevé la obligación de todo medio de comunicación (sea en papel, digital o cualquier formato que la revolución tecnológica depare) de hacer pública la composición de su accionariado, el desglose del origen de sus ingresos, qué porcentaje de los mismos depende de instituciones públicas, sean estatales, autonómicas o municipales… Máxima transparencia. Hay medios –como infoLibre, por ejemplo– que no temen la aplicación de este nuevo reglamento, porque practicamos ese ejercicio de desnudo ante nuestros suscriptores y lectores desde el primer día. Pero hay cabeceras y empresas que se resisten a documentar cómo se sostienen y a contar “quién paga la fiesta”, a menudo la fiesta del sensacionalismo, de los negacionismos, de la siembra constante de odio que interesa a movimientos antidemocráticos.
La libertad positiva
Quiero cerrar esta reflexión volviendo a ese ensayo que citaba al principio. Timothy Snyder, una de las mentes más lúcidas del análisis político actual –heredero intelectual y amigo y alumno de Tony Judt– defiende con argumentos sólidos la necesidad de confrontar el concepto de “libertad positiva” frente a la “libertad negativa” de quienes consideran que la simple ausencia de prohibiciones y límites ya garantiza la libertad. No es así. “La libertad –escribe Snyder– no es sólo la ausencia del mal sino la presencia del bien”. Y para ello es necesaria la actuación política que garantice el verdadero ejercicio de la misma. Hasta Friedrick Hayek –referente intelectual del neoliberalismo radical– defendía por ejemplo que el gobierno debía disolver los monopolios, que a su juicio “no eran mejores que la planificación central soviética”. Los orgullosos liberales olvidan a menudo que hasta John Stuart Mill daba por sentado que el Estado debía “corregir las desigualdades de larga duración” o las prácticas oligárquicas, como recuerda Snyder. Bien, pues ante la opacidad de las grandes plataformas de redes sociales que distorsionan el funcionamiento democrático y ejercen impunemente la desinformación, Snyder plantea la creación de un “estatuto de transparencia justa”, bajo la premisa de que “las máquinas están al servicio de las mentes, y no al revés”. Sirve para lo que maneja Elon Musk o para la Inteligencia Artificial. Ese estatuto se basa en tres principios: 1) Las cosas –es decir, las redes o las aplicaciones de datos– deben ser transparentes para nosotros. 2) Nosotros no debemos ser transparentes para las cosas, y 3) No debemos ser oprimidos por unos datos que no podemos ver. Esos principios se detallan en un código de buenas prácticas que incluye, por ejemplo, que las redes deben preguntar a sus usuarios si quieren periodismo de investigación y “abrir una ruta algorítmica adecuada”, o preguntar si los usuarios quieren recibir “opiniones que contradigan las suyas”, para salir de esa burbuja en la que vivimos, o la exigencia de que “cada afirmación y cada anuncio en las redes sociales pueda atribuirse a un ser humano”, es decir, acabar con ese anonimato en el que se refugian los principales matones –sean personas o robots programados por gente con recursos– que provocan la crispación permanente.
Nadie tiene la receta comprobada para la mejor defensa de la democracia y para utilizar la revolución tecnológica “para el bien” y no para lo que se está usando por parte de la llamada tecnocasta y políticos oportunistas y neofascistas. Lo único que está claro es la inutilidad de la melancolía o el pesimismo. Hay que actuar sin miedos, con un escrupuloso respeto a la libertad de expresión, pero sin caer en la trampa de quienes se escudan en ella para dinamitar a los demás, y para retroceder en derechos y fomentar negacionismos de todo tipo. El periodismo VERAZ es una pieza fundamental en el puzle de la democracia. Defender este oficio es una obligación de quienes creemos, como ciudadanos antes que periodistas, que no existe una democracia digna sin un periodismo decente.
"Para conseguir audiencia es mucho más eficaz publicar exageraciones, falsedades, asuntos morbosos o directamente bulos, que apostar por un periodismo de investigación contrastada "
La libertad positiva
Quiero cerrar esta reflexión volviendo a ese ensayo que citaba al principio. Timothy Snyder, una de las mentes más lúcidas del análisis político actual –heredero intelectual y amigo y alumno de Tony Judt– defiende con argumentos sólidos la necesidad de confrontar el concepto de “libertad positiva” frente a la “libertad negativa” de quienes consideran que la simple ausencia de prohibiciones y límites ya garantiza la libertad. No es así. “La libertad –escribe Snyder– no es sólo la ausencia del mal sino la presencia del bien”. Y para ello es necesaria la actuación política que garantice el verdadero ejercicio de la misma. Hasta Friedrick Hayek –referente intelectual del neoliberalismo radical– defendía por ejemplo que el gobierno debía disolver los monopolios, que a su juicio “no eran mejores que la planificación central soviética”. Los orgullosos liberales olvidan a menudo que hasta John Stuart Mill daba por sentado que el Estado debía “corregir las desigualdades de larga duración” o las prácticas oligárquicas, como recuerda Snyder. Bien, pues ante la opacidad de las grandes plataformas de redes sociales que distorsionan el funcionamiento democrático y ejercen impunemente la desinformación, Snyder plantea la creación de un “estatuto de transparencia justa”, bajo la premisa de que “las máquinas están al servicio de las mentes, y no al revés”. Sirve para lo que maneja Elon Musk o para la Inteligencia Artificial. Ese estatuto se basa en tres principios: 1) Las cosas –es decir, las redes o las aplicaciones de datos– deben ser transparentes para nosotros. 2) Nosotros no debemos ser transparentes para las cosas, y 3) No debemos ser oprimidos por unos datos que no podemos ver. Esos principios se detallan en un código de buenas prácticas que incluye, por ejemplo, que las redes deben preguntar a sus usuarios si quieren periodismo de investigación y “abrir una ruta algorítmica adecuada”, o preguntar si los usuarios quieren recibir “opiniones que contradigan las suyas”, para salir de esa burbuja en la que vivimos, o la exigencia de que “cada afirmación y cada anuncio en las redes sociales pueda atribuirse a un ser humano”, es decir, acabar con ese anonimato en el que se refugian los principales matones –sean personas o robots programados por gente con recursos– que provocan la crispación permanente.
Nadie tiene la receta comprobada para la mejor defensa de la democracia y para utilizar la revolución tecnológica “para el bien” y no para lo que se está usando por parte de la llamada tecnocasta y políticos oportunistas y neofascistas. Lo único que está claro es la inutilidad de la melancolía o el pesimismo. Hay que actuar sin miedos, con un escrupuloso respeto a la libertad de expresión, pero sin caer en la trampa de quienes se escudan en ella para dinamitar a los demás, y para retroceder en derechos y fomentar negacionismos de todo tipo. El periodismo VERAZ es una pieza fundamental en el puzle de la democracia. Defender este oficio es una obligación de quienes creemos, como ciudadanos antes que periodistas, que no existe una democracia digna sin un periodismo decente.
