El veneno de la extrema derecha contra la clase trabajadora

Por Miquel Ramos Dolz, periodista y escritor. Foto superior Olmo Calvo Rodríguez

Un grupo de hombres recorre una calle de una ciudad inglesa lanzando consignas racistas y marcando con espray varias casas. Rompen algunas ventanas y dañan los vehículos aparcados por la zona. En otra ciudad, varios comercios son saqueados. A un comerciante de origen paquistaní un grupo de adolescentes le da una paliza a plena luz del día. Otro grupo de personas, esta vez muy numeroso, se dirige hacia un hotel donde se alojan familias refugiadas y trata de prenderle fuego. Hay varios padres con sus hijos lanzando consignas racistas y aplaudiendo a quienes empujan los contenedores en llamas contra las puertas del edificio. Son, la mayoría, clase trabajadora. Y atacan a otros sujetos, también de clase trabajadora, en situación todavía más vulnerable y precaria que ellos.

Estas y muchas otras imágenes que se hicieron virales a mediados de agosto de 2024 fueron el resultado de una serie de acontecimientos previos, de un ambiente que se cocía a fuego lento y que tan solo necesitó una chispa para prender y un puñado de oportunistas soplando el fuego. Fue tras el crimen de tres niñas en la localidad británica de Southport y el bulo de varios ultraderechistas atribuyendo el asesinato a un migrante musulmán, que se desató la cacería y se extendió por todo el país. Ninguno de los principales difusores de estos bulos y estas consignas participó materialmente en los hechos. Tommy Robinson, uno de los principales líderes y propagandistas ultras, lo miraba todo desde la piscina de un resort cinco estrellas en Chipre.

Más allá del papel que han jugado en este caso concreto las redes sociales, a quienes varios periodistas señalaron como principal elemento conductor, hay que abrir el foco y entender cómo se están cruzando constantemente, desde hace ya mucho tiempo, muchas líneas rojas que conducen a esto, y qué es lo que ha servido de combustible. Porque estos sucesos no son nuevos, ni se circunscriben solo a Reino Unido. Son la consecuencia de toda la burbuja que, durante años, lleva construyendo la extrema derecha en la política institucional, los medios de comunicación y en todos los espacios donde puede, y que nadie, hasta ahora, está siendo capaz de parar, más allá de las respuestas populares antifascistas espontáneas.

Estos episodios violentos son tan solo un síntoma más de una coyuntura política y social global, atravesada por múltiples factores y donde no pocos actores aprovechan para generar una aversión que provoque este tipo de sucesos a los que sacar rentabilidad. Y todo ello es posible gracias también, en parte, a una desafección y una deserción de la responsabilidad común que ya hace años lleva trabajando el neoliberalismo en su seno desde múltiples frentes, promoviendo el imaginario distópico y el sálvese quien pueda que nos ofrecen ya casi todos los productos culturales que hablan de futuro.

Salvando las distancias con el periodo de entreguerras del siglo pasado, este interregno incierto, sin horizonte esperanzador para las clases populares, con una crisis de hegemonía y legitimidad occidental y una brecha cada vez más ancha entre clases, es el escenario perfecto para que los herederos ideológicos de los fascismos se presenten como alternativa. Sin embargo, hace ya muchas décadas que este espectro ideológico se actualizó y exploró un nuevo camino para alcanzar el poder político que no implicase ni un golpe de estado ni una guerra civil, aunque todavía lata cierta pulsión en este sentido

Miquel Ramos Doltz

Solo atendiendo a este plan urdido hace ya cincuenta años en los laboratorios de ideas de la extrema derecha francesa, con los sonidos de la algarada sesentayochista de fondo y la conquista de gran parte del sentido común por parte de las izquierdas se puede entender que estamos ante el mejor momento histórico de las ultraderechas en casi cien años. Un plan que empezó leyendo atentamente estas conquistas progresistas, las hojas de ruta marxistas que, entre otros, proponía el comunista sardo Antonio Gramsci cuando insistía en la necesidad de conquistar antes la hegemonía cultural para alcanzar el poder político. Y es esto precisamente, la infección reaccionaria en una parte de la
población, lo que observamos hoy en día como más alarmante que cualquier algarada espontánea, fruto precisamente de este proceso, con la clase trabajadora como rehén.

La extrema derecha ha servido históricamente como garante de los privilegios de las burguesías y del orden social. No hay ya nada experimental ni inocente en la complicidad y el sustento que la derecha que se reivindica democrática o centrista da a las extremas derechas actuales. De hecho, muchos de estos cuadros posfacistas provienen de sus partidos, de su club social, de su clase. Conocen bien el establishment, pues provienen de los partidos conservadores y liberales, que han visto que aquí también hay mercado, que la moderación no es ya ninguna virtud. Trump es un multimillonario. Abascal y medio Vox viene del PP. Milei ha llenado su gobierno de la casta que dijo combatir. Y quienes vienen de cuna fascista como Meloni o Le Pen nunca han preocupado a las elites ni han cuestionado el statu quo. Su programa es vertical, presiona siempre hacia abajo, vistiendo la miseria y la desigualdad capitalista de amenaza civilizatoria, en su versión actual del racismo de siempre, extendiendo la idea de que no hay recursos para todo y que hay que competir por ellos. Unos juegos del hambre pensados tan solo para la clase obrera, por supuesto. 

"Estamos ante el mejor momento histórico de las ultraderechas en casi cien años"

Es por esto por lo que hay que entender a la extrema derecha como un actor más del neoliberalismo, un papel que ha representado históricamente pero que hoy intenta borrar disfrazándose de irreverente, de políticamente incorrecta, de antiestablishment y antipolítica. El populismo nacionalista, punitivo y autoritario que encaja perfectamente en esta nueva etapa del capitalismo en la que se necesitan una vez más chivos expiatorios, batallas culturales y espectáculo para combatir la conciencia de clase y la mirada amplia e internacionalista que anule cualquier brote racista, chovinista, y plantee alternativas al capitalismo, o, al menos, al desguace de la socialdemocracia que vivimos. 

Y en esta narrativa encaja la caricatura que hace la derecha de cualquier política social, de cualquier servicio público, presentándolo como lastre, como carga, como premio para vagos y como prebendas de supuestos gobiernos comunistas. Esta batalla cultural, este combate sobre el significado y el sentido común está instalando el viejo y manido relato de la meritocracia y de la superación personal que omite a conciencia las condiciones materiales y estructurales, y descarga toda responsabilidad en el individuo, que es pobre porque quiere, y a quien el Estado premia por no hacer nada. A esto le añaden la competencia por los recursos, el chovinismo del bienestar y el marco apocalíptico que sobredimensiona los índices de delincuencia, reduce la seguridad a que no te roben el rolex en las Ramblas, y convierte el problema de acceso a una vivienda digna en el problema de los okupas y la turismofobia. Esta batalla en el campo de las ideas, de los marcos y los relatos se está librando de manera atroz en redes sociales y medios de comunicación, cuyos dueños y estrellas, además, se exhiben sin pudor alguno como partícipes en el bando posfascista.

Volviendo a los pogromos de Reino Unido, hay que remarcar que fue la sociedad civil organizada, los vecinos, los sindicatos, las organizaciones de barrio, los que se pusieron en primera línea para pararlos. La policía llegó después y el gobierno no tardó en anunciar mano dura, enmarcando los hechos en un anecdótico e imprevisible problema de orden público. Sin ir a la raíz del asunto, sin asumir ninguna responsabilidad. Manteniendo todo lo que hasta ahora ha hecho posible que sucediese, y permitiendo que vuelva a suceder. Esta campaña racista se intentó articular en España entorno a otros sucesos similares, como el crimen del niño en Mocejón, pero de momento no ha cuajado.

Ante esta nueva estrategia global de la ultraderecha y la indolencia e inacción cómplice de los gobiernos de turno y de una parte de la sociedad, debemos usar todos los medios a nuestro alcance, todos los espacios de educación y socialización política, también los sindicatos, como herramientas para librar esta batalla. Siendo conscientes de las múltiples formas y maneras que usa este nuevo fascismo para romper los consensos, y cómo el capitalismo, una vez más, se blinda ante cualquier amenaza. Y hoy, y siempre, los derechos humanos, las luchas sociales y laborales, y la conciencia de clase, de saber donde reside el privilegio y el origen de la explotación y de la precariedad, han sido y son su principal amenaza. ■