Tres meses después de que el pasado 15 de marzo se declarara el estado de alarma por la pandemia y las largas colas del hambre en Madrid dieran la vuelta al mundo, las redes de apoyo vecinales, que han asumido con una rapidez y eficacia ejemplar la distribución de alimentos y otros productos imprescindibles para la subsistencia, están desbordadas y exhaustas. Reclaman a los servicios sociales del Ayuntamiento y la Comunidad que asuman su responsabilidad y alertan de que las peticiones de ayuda de la población siguen creciendo. Madrid Sindical ha recorrido cinco barrios de la capital de cuatro distritos para comprobar sobre el terreno lo que está sucediendo.
Texto: Alejandra Acosta; Fotos: Fran Lorente; Contacto: madridsindical@usmr.ccoo.es
“Hay un señor rico que se acerca a los puentes donde hay gente viviendo y les da dinero para una casa”, asegura esperanzada Heily, una niña peruana de 8 años. Ella reside junto a su familia, de cinco miembros, en una habitación de un cuarto piso sin ascensor en en el barrio de Batán, junto a la Casa de Campo. Por un momento, esta periodista piensa que el dueño de Zara ha vuelto a sorprendernos. Pero no.
– ¿Y cómo te has enterado?
– Lo sé por un amiga que lo ha visto en YouTube
Sonríe Heily cuando habla de sus sueños: una casa y llegar a ser algún día profesora de patinaje. Su hermano Johan, de 14 años, en cambio, se muestra muy serio. No le gusta hablar de desgracias. Nunca ha revelado a nadie sus problemas. Ni a sus amigos del colegio ni a los profesores. Ambos aterrizaron en Madrid hace casi dos años con sus padres, Hugo y María. Ya habían vivido en España, pero la crisis financiera de 2007 les dejó sin empleo y volvieron a sus país. Cuando le economía reflotó, o eso creían, regresaron, pero ya habían perdido los derechos de arraigo. Vuelta a empezar. Sin papeles. Con trabajo, sí, pero precario y sin derechos de ningún tipo. Así son las reglas de la economía sumergida. El pasado mes de enero, Hugo se partió el pie en la obra en la que trabajaba. La familia se quedó sin el principal ingreso que la sostenía. Desde entonces no pagan los 350 euros mensuales del alquiler y les apremian para que se vayan. María, la madre, de 39 años, busca una vivienda digna desesperadamente. No se resigna a que su familia viva hacinada en un habitáculo de escasas dimensiones, donde se amontonan todas sus pertenencias y donde el calor en verano es insufrible. “Teníamos un ventilador, pero se enganchó con una camisa y se malogró”, interviene de nuevo la pequeña Heily.
María, la madre, empleada en la hostelería, sin contrato, tuvo que dejarlo el 15 de marzo, cuando se decretó el estado de alarma por la pandemia del coronavirus. Mes y medio después tendría otra boca que alimentar, una bebé, Hanny, que nació el 3 de mayo.
En pleno confinamiento, sin dinero para comprar comida, el frigorífico vacío, el padre sin poder andar y la madre a punto de dar a luz, fue el adolescente Johan quien se lazó a la calle a pedir ayuda. Era la única opción.
– Sabes que tú no tienes la culpa, ¿no? Lo que has hecho requiere de un enorme valor
– Lo sé, pero es muy triste
Johan aspira a convertirse en futbolista profesional. No es una idea más de niño. Tiene talento. Le iban a dar una beca para El Alavés y le seleccionaron para la liguilla de Carabanchel. “Los entrenadores del colegio se peleaban por él”, presume la madre. No pudo jugar porque no tiene papeles. Los malditos papeles. Con todo, Johan cree que aprobará todo el curso en junio.
“Observé a un niño que daba vueltas por el exterior de nuestro local. Buscaba comida para su familia”
“Observé a un niño que no hacía más que dar vueltas por el exterior de nuestro local hasta que por fin se acercó y nos preguntó si regalábamos alimentos porque en su casa no tenían nada que comer”, recuerda Marisol Bogotá, una colombiana de 42 años, afincada en España desde 1999 y voluntaria de la asociación Alma Latina, una de las muchas entidades vecinales madrileñas que desde que se declaró el estado de alarma por la pandemia distribuye todo tipo de productos básicos para la supervivencia entre quienes nada tienen que llevarse a la boca. Gente que se deja la piel en las ocupaciones más duras sin derecho a prestaciones y sin ningún tipo de cobertura social, muchos inmigrantes, pero también nacionales, muchas madres solas con hijos a su cargo, empleadas de hogar, de la hostelería, de la limpieza, trabajadores de la construcción, todas y todos sin contrato, y también algunos afectados por el ERTE a la espera de cobrar la prestación. Unas y otros en fila, en las tristemente célebres e interminables colas del hambre, para recibir el maná que llega a los colectivos y redes de apoyo informales gracias a las donaciones. Imágenes de enorme impacto que no se veían en España desde la Guerra Civil y que han visibilizado el cuarto mundo que algunos se empeñan en negar: las enormes bolsas de pobreza en los países ricos. Estaban ahí antes de la pandemia.
Calienta el sol desde bien temprano en esta mañana de mayo. Quienes aguardan cola en el exterior de la sede de Alma Latina son reticentes a hablar con los medios de comunicación y se apartan cuando nos acercamos. Nos comprometemos a guardar el anonimato. Entre las mujeres hay varias empleadas de hogar a las que sus jefes les dijeron que no volvieran y no han vuelto a saber de ellos. Charlamos también con un jubilado español que espera su turno en la fila. Relata que su exigua pensión no le llega para mantener a todos los miembros de su familia, entre ellos dos hijos en paro. Se muestra muy crítico con el Gobierno y sorprendentemente no está de acuerdo con el Ingreso Mínimo Vital. “Es pan para hoy y hambre para mañana”, argumenta quien precisamente necesita pan para hoy y se ve obligado a recurrir a la solidaridad vecinal para algo tan básico como alimentarse. ¿Qué haría si estas redes de apoyo informales no estuvieran ahí? Es un perfil que se repite entre los simpatizantes pobres de Vox, según nos cuentan las voluntarias de la asociación.
“En la posguerra se hicieron bien las cosas para unos y mal para otros. A ver si ahora logramos hacerlas bien para el todo el mundo”
Nadie mejor que Marisol podría entender lo que siente Johan. Igual que él tuvo que pedir comida cuando con 16 años se encontró sola, expulsada del hogar familiar y con un bebé enfermo. “Es muy duro el hecho de que tus vecinos y tus amistades te vean, sobre todo para los españoles que nunca pensaron que esto les podría pasar”, indica. “Son personas que en su mayoría tenían una vida normalizada, que pagaban sus alquileres e hipotecas, y que de la noche a la mañana se han visto sin ningún ingreso”. La primera donación que llegó a Alma Latina fue de patatas. Nada menos que tres mil kilos, donadas por una de las empresas que gestiona los menús escolares y que con el cierre de los colegios no sabía qué hacer con ellas. Marisol pensó que se pudrirían en el local, pero se agotaron en tres días.
Nos acercamos al Centro Municipal de Salud Comunitaria del distrito, que colabora desde hace tiempo con Alma Latina en proyectos de carácter grupal y comunitario. “El movimiento vecinal es ágil e inmediato. Las administraciones tiene plazos más dilatados antes de actuar”, admite la directora, Mercedes Campillo. “Pero ayudamos en otras cosas no materiales, intervenimos en salud y tenemos un servicio telefónico de atención psicológica”. Las funcionarias hacen lo que pueden con los escasos recursos de los que disponen. “Aquí en Latina tenemos 12 trabajadoras sociales para 300.000 habitantes. Así es imposible”, lamenta Marisol. Treinta voluntarios atienden desde Alma Latina a 450 familias, unas 800 desde que empezaron y que han ido derivando a otras asociaciones.
Después nos dirigimos al mercado del Alto de Extremadura, donde los comerciantes donan leche, huevos y otros productos frescos. Uno de ellos es Alberto Luque, propietario de la pollería Alvi. Ya colaboraba antes de la pandemia con otras ONG. Procede de una familia humilde de Vallecas que fue represaliada por Franco tras la Guerra Civil. “Entonces se hicieron muy bien las cosas para unos y muy mal para otros. A ver si ahora logramos hacerlas bien para el todo el mundo”, manifiesta el comerciante.
“Las redes vecinales no podemos alargar esta situación mucho más tiempo. La Administración tiene que actuar”
Dentro del mismo distrito, el de Latina, visitamos la Asociación de Vecinos de Aluche (AVA), el punto de referencia de las colas del hambre, la que visibilizó la pobreza en España, “la madre de todas las colas”, como la califica Francisco Rubio, portavoz de AVA. La cadena, que comienza en la puerta de la sede de la asociación y se extiende a lo largo de un kilómetro, formada por cientos de seres humanos necesitados de comida, se hizo viral y apareció en los informativos internacionales. La noticia no es solo el hambre, es el hambre en la comunidad más próspera de España, el hambre en la capital de un país rico, el hambre en el continente más opulento, Europa.
“Desde entonces recibimos toneladas de alimentos de todo el mundo, tanto de empresas como de particulares. La donación en este momento es estratosférica. No damos abasto ni tenemos sitio para guardar tanto”, asegura con preocupación Francisco Rubio. Solo el fin de semana del 24 de mayo se atendieron a unas 800 familias. A cada una se le entrega una bolsa con 15 kilos de comida. Reparten además productos infantiles a un centenar de madres, e incluso alimentos para mascotas. AVA, a su vez, dona alimentos a otras asociaciones de Madrid.
Han transcurrido tres meses desde que se decretó el estado de alarma el pasado 15 de marzo. En AVA colaboran 60 voluntarios que no dan abasto. Están desbordados, no pueden más y piden a la Comunidad y el Ayuntamiento de Madrid que se hagan cargo del problema y asuman su responsabilidad. “Hemos hecho una labor necesaria en una emergencia, hemos dado visibilidad a la pobreza, pero no podemos alargar esta situación durante mucho más tiempo. Tenemos que volver a nuestros trabajos y ocupaciones. Ahora tiene que actuar la Administración”, reclama.
“Somos chavales del barrio que promovemos la ayuda mutua entre vecinos para que todos salgamos adelante”
La situación se repite, en mayor o menor medida, en todos los distritos madrileños. En el barrio de Valdezarza, en Tetuán, la iniciativa de amparar a las familias de la zona la lidera un grupo de jóvenes de entre 18 y 26 años. La idea partió del colectivo Saconia Insumisa, que creó la Despensa Comunal de Valdezarza. Son unos 250 voluntarios que se organizan a través de un grupo de WhatsApp y atienden a 180 familias. El operativo es sencillo, pero eficaz: un equipo se coloca en la puerta de cuatro supermercados, con la correspondiente autorización y con una lista de productos de primera necesidad, otro los transporta a un local de la calle Armenteros y aquí otro equipo de voluntarios los coloca en cestas para su distribución.
“Es una red solidaria, no caritativa”, puntualiza Lisardo Guzmán, un estudiante de 22 años que cursa Economía, Ciencia Política y Gestión Pública en la Universidad Rey Juan Carlos. “Somos chavales del barrio que promovemos la ayuda mutua entre vecinos para que todos salgamos adelante e intentamos implicar también a quienes reciben la ayuda para que esto no sea un ‘yo desde arriba te ayudo a ti que estás abajo’, sino ‘voy a trabajar contigo para que todos en el barrio salgamos adelante’”.
Lisardo, que lleva el nombre de su abuelo, un minero socialista asturiano, tenía 10 años cuando estalló la crisis financiera de 2008, germen del Movimiento 15-M, de donde surgieron líderes políticos que hoy se sientan en el Gobierno de España. Cree que la crisis del COVID-19 y las consecuencias económicas inmediatas golpearán de lleno a los jóvenes y que están obligados a movilizarse. “Nuestra participación es totalmente necesaria. Según las estimaciones esta crisis va a incrementar el paro juvenil hasta el 60%. Tenemos que ponernos las pilas y empezar a pelear por nuestros derechos”. En este sentido, defiende el papel de las organizaciones sindicales. “Son fundamentales y uno de los pilares sobre los que se debe construir una sociedad, porque al fin y al cabo representan la voz de la inmensa mayoría ciudadana, la clase trabajadora”.
Uno de los coordinadores de la Despensa de Valdezarza, Miguel Piñeiro, de 20 años y estudiante de Magisterio, detalla que esta red tiene diferentes comisiones, entre ellas las de defensa laboral -entre los voluntarios hay también abogados- y de vivienda, y aspiran a que este proyecto perdure en el tiempo. “Esta crisis del covid, que ya se mascaba antes, se va a mantener y va a seguir afectándonos. Nos va a costar salir de esto, sobre todo a los barrios obreros”.
“Esta crisis del hambre se ha agravado con el coronavirus, pero no es de ahora”
Volvemos a cambiar de distrito para visitar un barrio emblemático de Madrid y de la lucha obrera, El Pozo del Tío Raimundo. Nos recibe un veterano de las redes solidarias vecinales Gabriel del Puerto Cruz, un sevillano de nacimiento y vallecano de adopción que lleva 35 años presidiendo la asociación de vecinos del Pozo del Tío Raimundo. Gabriel montó un comedor social que durante diez años dio de comer diariamente a más de 130 personas. Lo cerró hace seis años “Porque fue imposible soportarlo”, esgrime. Por los años que lleva en el frente de la pobreza sabe mejor que nadie que esta crisis del hambre no es nueva, aunque antes no haya sido noticia. “Lo que ocurre ahora es que se han juntado todas las necesidades de golpe”.
En coordinación con la Fundación Eduardo Pérez de Carrera transformaron el comedor en un reparto de bolsas de alimentos. Antes de la pandemia repartían 267 bolsas de comida diaria, que se han incrementado en 100 durante esta emergencia. “Atendemos a mucha gente mayor y, desde hace un par de años, a muchas familias que se han empobrecido, porque la crisis de 2008 no ha remontado, es mentira”, subraya. “Son personas con vidas normales, que han vivido siempre de su trabajo y que no les queda más remedio que venir a pedir comida. Los hacen con mucha vergüenza”.
“Lo que está ocurriendo es la prueba evidente del fracaso institucional de los Servicios Sociales”
Considera que lo que está ocurriendo “es la prueba evidente del fracaso institucional de los servicios sociales. No pueden tardar seis meses en contestar a una familia que está al borde del precipicio. La solución debe ser rápida y ágil”.
Defiende el Ingreso Mínimo Vital y teme que “la derecha lo utilice como un destornillador para desangrar al Gobierno”. Tampoco cree que sea la solución definitiva a la pobreza, “como no lo ha sido la Renta Mínima de Inserción de la Comunidad de Madrid, el RMI, porque este tipo de ingresos deben ir acompañados de un funcionamiento eficaz de los servicios sociales, de planes de formación, de acceso a una vivienda, de becas y de empleo porque la gente quiere vivir de su trabajo, no de limosnas. Pero hay una enorme apatía por todas partes”.
“La gente necesita lo elemental para subsistir y lo necesita ya, no puede esperar”
Terminamos el recorrido en Moratalaz. Nuestra guía aquí es Ana Mata, prejubilada a tiempo parcial y una de las 130 voluntarias que colaboran desde el 15 de marzo con una red de apoyo ciudadana para asistir a las personas que por edad o por motivos de salud y dificultades de movilidad no podían hacer la compra durante el confinamiento, además de realizar un acompañamiento telefónico para mitigar la soledad o la ansiedad durante el obligatorio encierro. Se trataba, en principio, de hacer recados con el propio dinero de quienes solicitaban ayuda. Pero pronto advirtieron que había gente que necesitaba alimentos y otros productos básicos y no tenía dinero para adquirirlos, y que esa necesidad iba en aumento. A mediados de abril pusieron en marcha la Despensa Solidaria de Moratalaz y otras iniciativas como los “moratabonos”, con los que la gente puede comprar alimentos frescos directamente en tiendas con las que han hablado previamente. A finales de mayo, la ayuda cubría a 146 familias integradas por 589 personas: 365 adultas, 224 menores y 35 bebés. Las prestaciones se han ido ampliando, de manera que también facilitan tablet y ordenadores a los escolares y hasta se encargan de hacerles fotocopias.
“Esta red solidaria se remonta a 2008, aunque entonces la ciudadanía no salió a la calle a pedir comida porque la economía sumergida le permitía buscarse la vida, aunque fuera de forma muy precaria. El perfil no ha variado. Son los mismos pobres de entonces”, declara Ana. La Despensa Solidaria mantiene un estrecho contacto con otras asociaciones como Apoyo y Caminar, que trabajan en la zona donde se ubican El Ruedo y La Herradura, edificios destinados a realojos y con un alto porcentaje de población de etnia gitana, donde la mayoría subsiste de la venta ambulante.
“¿Qué habría pasado en Madrid si las redes vecinales no hubieran reaccionado con rapidez y eficacia?"
“No es solo un problema por el covid. Ha quedado de manifiesto que los servicios sociales no existen en Madrid”, asevera. “No es que se hayan desbordado por esta emergencia, simplemente no han funcionado nunca. No tienen una estructura capaz de asumir lo que es un derecho de la ciudadanía. Ni siquiera ofrecen un mínimo de cobertura. La gente necesita lo elemental para subsistir y lo necesita ya, no puede esperar. Nosotras defendemos el voluntariado, pero no podemos asumir indefinidamente el papel que corresponde a las administraciones, en este caso al Ayuntamiento y a la Comunidad de Madrid”.
Y para terminar deja un interrogante sobre la mesa: “¿Qué estaría pasando en Madrid, en un momento tan grave como éste, con la gente confinada en sus casas durante dos meses, si las redes vecinales no hubieran reaccionado con la rapidez y eficacia con la que lo han hecho?”
Más en el reportaje
Entrevista: Ana González Blanco
Secretaría de Política Social y Diversidad de CCOO Madrid