El último beso de Adelina García
Texto: Alejandra Acosta // Fotos: Fran Lorente
“El 4 de agosto de 1939 las metieron en capilla. Les dijeron que se pusieran sus mejores ropas y se arreglaran como si fueran al cine. Subieron a despedirse del resto de las presas. Yo nunca las había visto tan guapas y serenas”. Así rememoraba Julia Escribano en 1999, sesenta años después, las últimas horas de las Trece Rosas en la cárcel de Las Ventas antes de ser fusiladas.
Les dijeron que se pusieran sus mejores ropas y se arreglaran como si fueran al cine.
Julia también cumplía condena allí por publicar en Mundo Obrero y Combate artículos a favor de los derechos de las mujeres y criticando a Franco. Me confió sus recuerdos una tarde de abril de hace dos décadas. Entonces la historia de las Trece Rosas apenas se conocía. El primer libro sobre aquella ejecución de posguerra, atroz e infame donde las haya, no se publicó hasta 2003 (“Las trece rosas”, de Jesús Ferrero) y no se llevó al cine hasta 2007 (“Las trece rosas”, de Emilio Martínez Lázaro). Tampoco existía la Fundación Trece Rosas, que no se creó hasta 2005.
Mi objetivo, para una sección histórica que publicaba en el diario El País, era localizar a alguien que hubiera coincidido con ellas en prisión y contar con un testimonio directo. Supe de dos mujeres, ya octogenarias, que habían compartido presidio con las Trece Rosas. Una de aquellas dos testigos que aún vivían era Julia Escribano.
Residía en un modesto piso en Zarzaquemada, Leganés. Había cumplido 81 años y guardaba en su memoria hasta el más mínimo detalle del día que se despidió de las Trece Rosas, seis décadas atrás. Era amiga de Adelina García y Julia Conesa, ambas militantes de las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU). Tenían 19 y 20 años cuando las ejecutaron. Se llevaba especialmente bien con Adelina. “En la cárcel se encargaba de repartir el correo entre las reclusas. Cuando recibía carta de mi novio se hacía la remolona antes de dármela. Tenía mucha gracia. Lo último que me dijo fue que no la olvidáramos nunca”. Y no la olvidó. A Julia Escribano no se le borró de la mente ni la cara de Adelina ni el último beso con el que se despidió de ella.
De dos en dos al paredón
Tenía muy presente aquella mañana del 5 de agosto del 39. Todas las reclusas se apostaron en las ventanas de las celdas para ver por última vez a las condenadas camino del paredón. Iban de dos en dos, escoltadas por una pareja de la Guardia Civil. Poco antes de las ocho de la mañana oyeron las detonaciones que segaron sus vidas junto a la tapia de la necrópolis del Este (integrada actualmente en el cementerio de La Almudena), donde las enterraron. Ese día, las presas se negaron a comer y como castigo les prohibieron las visitas durante 15 días. Pasaron un miedo terrible. Dormían vestidas porque era habitual que las llamaran a declarar a medianoche. A algunas no las volvían a ver y otras ingresaban directamente en la enfermería de las palizas que les propinaban.
Todas las reclusas se apostaron en las ventanas de las celdas para ver por última vez a las condenadas camino del paredón
¿Por qué las fusilaron?
La sentencia fechada el 3 de agosto de 1939 dictada por el fiscal del Consejo Permanente de Guerra encontró a las Trece Rosas “responsables de un delito de adhesión a la rebelión”. Nunca fueron acusadas de ningún crimen de torturas o violación, como pretende el dirigente de Vox, Javier Ortega Smith, para justificar el brutal y vergonzoso fusilamiento de las trece jóvenes, de entre 16 y 29 años, ordenado por el régimen de Franco
Su ejecución fue, claramente, un escarmiento. El 27 de julio de 1939 había tenido lugar un atentado contra el comandante Isaac Gabaldón, quien formaba parte del aparato represivo franquista. El régimen, enfurecido, convocó un Consejo de Guerra sumarísimo que condenó a muerte a más de 60 militantes de las Juventudes Socialistas Unificadas. En esa lista figuraban las Trece Rosas, algunas menores de edad. En todo caso, la mayoría de ellas habían sido detenidas en mayo de 1939, mucho antes del atentado que desencadenó la venganza franquista de aquel mes de agosto contra los presos y presas republicanos.
Julia Escribano tampoco había matado a nadie ni robado, pero todo el mundo sabía de sus ideas y actividades políticas y un conocido la denunció. Estuvo recluida 18 meses en la cárcel de Las Ventas y otros tres años en el penal de Ocaña. Nunca la juzgaron y en 1944 la pusieron en libertad sin ninguna explicación. “Hay quien no quiere recordar, pero a mí no me avergüenza haber estado en la cárcel por mis ideas”, me dijo al final de la entrevista. “La vergüenza para quienes me denunciaron y me tuvieron presa”.
“Hijo, hasta la eternidad”
Se conocen algunas de las cartas que las Trece Rosas escribieron a sus familiares cuando fueron sentenciadas a morir. En ellas dejaron constancia de su inocencia. La mayor del grupo, Blanca Brisac Vázquez, de 29 años, pianista y que ni siquiera era militante de izquierdas, dejó una carta a su hijo en la que le decía: “Sólo te pido que seas bueno, muy bueno siempre, que quieras a todos, que no guardes rencor a quienes dieron muerte a tus padres: no, eso nunca. Voy a morir con la cabeza muy alta, sólo por ser buena. Hijo, hasta la eternidad”.
Julia Conesa, modista de 20 años, se despidió así su madre: “Madrecita, me voy a reunir con mi hermana y papá al otro mundo, pero ten presente que muero por persona honrada. Que mi nombre no se borre de la (h)istoria”. Y no se ha borrado