“No me atrevía a contárselo a nadie, sentía una enorme vergüenza"
Cristina, secretaria. 1981. Yo tenía 21 años, acababa de terminar mi formación y me contrató un despacho de abogados de Madrid. El dueño del bufete era muy amable y educado. Los primeros meses fueron estupendos. Aceptó la flexibilidad horaria que solicité y todos los meses me pagaba gratificaciones “por el buen trabajo desarrollado”. En ocasiones me decía “qué bien le sienta ese conjunto” o “qué guapa está usted hoy”, … Yo no le otorgaba mayor importancia a esos halagos. Era habitual que me llamara a su despacho para dictarme escritos que había que presentar en magistratura. Siempre estábamos solos.
En una ocasión me pidió que abriera un cajón para localizar unos documentos jurídicos, pero allí solo había revistas porno. Tras este episodio empecé a desconfiar y a recordar otros detalles y comportamientos extraños. Me percaté de que cuando yo estaba concentrada tomando notas él movía mucho los brazos bajo la mesa y se colocaba en posturas muy raras. Pasaba tanto miedo que metí un abrecartas dentro de la agenda por si tenía que defenderme. Un día me levanté de repente, me acerqué a darle un papel y vi que se estaba masturbando. Le dije directamente que era intolerable su comportamiento, que estaba atemorizada y que dejaba el trabajo. Me rogó que me quedara, que no sabría justificar mi marcha repentina ante su mujer, que solía venir a menudo al despacho. Le contesté que era su problema y que yo me iba. Se lo conté a una de las abogadas del bufete con la que me llevaba muy bien. Me dio toda la credibilidad y me confesó que sospechaban de él porque siempre contrataba secretarias muy jóvenes y todas se iban de la noche a la mañana.
“Me acerqué a darle un papel y vi que se estaba masturbando”
Para colmo, se resistió a pagarme una indemnización alegando que era yo quien me iba por decisión propia y que solo me correspondía la liquidación. La abogada que estaba al tanto de lo que me sucedía contactó con Cristina Almeida, que se ofreció a llevarme el caso sin coste alguno. Al enterarse de que Cristina Almeida iba a ser mi abogada accedió de inmediato a pagarme la indemnización, incluso me dio más de lo que me correspondía, supongo que para callarme la boca. En ningún momento me pidió disculpas ni se retractó de su comportamiento.
Me quedé muy tocada. Me culpabilizaba por no haberle parado los pies cuando me halagaba y no me atrevía a contárselo a nadie, sentía una enorme vergüenza. Esta ha sido sin duda la peor experiencia de toda mi vida laboral y la única de acoso sexual, pero he sufrido muchísima discriminación por ser mujer. Hemos avanzado gracias a las leyes de igualdad, pero queda aún mucho camino por recorrer.