“Una mañana abrí un e-mail del director. Era un texto baboso e insultante”
Gloria. Relaciones públicas. Años 90, a finales. El nuevo director del departamento andaba por la cincuentena y suplía su falta de conocimiento del sector con amabilidad e inteligencia natural. Invitaba con frecuencia al equipo a tomar café y pronto comenzó a llamarme a su despacho para pedirme asesoramiento y encargarme los principales proyectos. Me encantaba cómo y cuánto valoraba mi profesionalidad. Yo, treintañera felizmente casada y madre de tres hijos de entre 2 y 6 años, era popular entre mis colegas por alegre, ocurrente y de fiar, pero jamás había despertado pasiones desenfrenadas, ni en hombres ni en mujeres.
Una mañana abrí un e-mail del director. Era un texto baboso e insultante: “… aquí solo en la noche, a punto de meterme en la cama, deseando recorrer con mis manos…comerte…”. Primero sorpresa, “esto no ha podido escribirlo el jefe”. Leerlo dos veces, ¿pero qué dice este tío?”. Luego asco, “¿pensará montarse un porno mientras hablamos a diario?”. Luego ira, “¡denigrante! ¡qué falta de respeto! ¡se merece una patada en las pelotas!”. Por último, precaución, “si me enfrento a él podría hasta perder mi trabajo, y desde luego, mi reputación. Dirá que si le provoqué, que si me gustaba, que si lo buscaba…”
En pleno ataque de nervios se lo conté a una amiga feminista que sabe mucho de estos temas. Se sorprendió menos de lo que yo esperaba. “Debes enfrentarte a él de inmediato. Si no se envalentonará y pasará al ataque directo. Imprime el papel y enséñaselo. Si lo lee, igual lo escribió bebido y se avergüenza y para. Si ni siquiera lo lee, todo está calculado. Va a por ti. ¡Frénalo ya mismo!”.
“... otras compañeras iban rotando en su nómina de preferidas”
Me recibió en su despacho con una amplia sonrisa y un inesperado amago de abrazo. Le puse el papel bajo las narices y le dije “Mira. Alguien ha usado tu dirección de e-mail para enviarme una carta sucia, babosa y despreciable”. Echó un vistazo al encabezado. Ni lo leyó. Me arrancó el papel de la mano, lo rompió y me dijo agobiado: “No se cómo ha podido pasar, alguien ha usado mi dirección, es falso, no te lo he mandado yo…”. “No hay problema dire”, le respondí fingiendo comprensión, “pedimos a los informáticos que rastreen la IP y que averigüen quién ha enviado esta marranada. Suplantar la personalidad es un delito grave, así que se le puede denunciar”. Se quedó blanco. “¡No, no, no! No hagas nada. Borra el correo y olvídate. Yo me ocupo…”
El acoso duró exactamente un día. Inventé mil excusas para no volver a tomar café con él; asistí a la zozobra de otras compañeras que iban rotando en su nómina de preferidas y me costó gestionar los proyectos más aburridos y complicados durante meses. Cuatro años después el director ascendió a un puesto mejor pagado. En la primera década de 2000 aquella empresa, pública, en la que ya no trabajo, puso en marcha un Protocolo de Prevención del Acoso Sexual en el Trabajo. Mi amiga, la feminista asesoró a las y los compañeros del comité de empresa que lo redactaron. Aquel protocolo sigue vigente.