Helena Schulz Jimeno. Experta en comunicación y campañas Internacional de la Educación ⇒

Nunca podremos saber si la adopción de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) el 25 de septiembre de 2015 produjo tanta euforia por su contenido político – “Esta Agenda es un plan de acción para las personas, el planeta y la prosperidad” – o por permitir a la comunidad internacional dejar de pensar en el estrepitoso fracaso de los anteriores Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM). En cualquier caso, fuimos muchos quienes celebramos un contenido de índole progresista, que entrelazaba los distintos objetivos, y que se había configurado con la participación activa de las Federaciones Sindicales Internacionales.

En el mundo de la educación, la adopción de un objetivo independiente para “garantizar una educación inclusiva, equitativa y de calidad y promover oportunidades de aprendizaje durante toda la vida para todos” generó casi euforia. No habíamos logrado tener un ODM sobre educación más allá de “un curso completo de primaria” en el año 2000, y ahora, con el esfuerzo de los sindicatos de la enseñanza de todo el mundo unidos en la Internacional de la Educación, este servicio público y derecho humano quedaba reconocido de forma amplia como clave para la prosperidad futura de nuestras sociedades.

Y es que si, con la OCDE, aceptamos que la educación es el ecualizador social más potente, y el principal elemento que permite el desarrollo político y económico de una sociedad, los datos sobre la situación de la educación en el mundo arrojaban un panorama desolador: 262 millones de niños y niñas en edad escolar fuera de las aulas, una discriminación de género apabullante no solamente en los países en desarrollo, infraestructuras deficientes y sistemas superados por falta de financiación, por no hablar del estatus cada vez menor de los docentes debido a la precarización de los contratos de trabajo y de la privatización de la enseñanza en muchos países (alentada por informes de eficacia de instituciones financieras internacionales y jaleada por intereses corporativos de diversa índole). La conclusión era fácil y clara: si el mundo quería prosperar económicamente y no hundirse en fangos antidemocráticos y reaccionarios, la educación era la pieza clave que nos ayudaría a lograrlo. Y todos parecían estar de acuerdo.

Vivir en la utopía habría sido posible – y para muchos deseable – , pero a alguien se le ocurrió hacer las cosas de otra manera que con los Objetivos del Milenio y sugirió medir el progreso. Hasta ahora, poco que celebrar.

El ODS sobre educación contiene 17 metas específicas. La primera de ellas servirá de ejemplo: “De aquí a 2030, asegurar que todas las niñas y todos los niños terminen la enseñanza primaria y secundaria, que ha de ser gratuita, equitativa y de calidad y producir resultados de aprendizaje pertinentes y efectivos”. Con once años de margen para lograrla, hay tres impedimentos de primer orden para que esta meta se cumpla: 1. Fue dificilísimo incluir el concepto “gratuita” en el texto, y pese a haberlo logrado, la privatización de la educación está ganando fuerza en muchos países. Esto se debe principalmente a la falta de financiación de los sistemas de educación públicos, lo cual genera una demanda de alternativas y por lo tanto una oferta de escuelas privadas, desde las instituciones de élite en el Norte pasando por sistemas de educación alternativos hasta las escuelas privadas de bajo coste supuestamente accesibles a los padres en los países en desarrollo. 2. La brecha de género es el principal factor de discriminación en los países de bajos ingresos. Frente al 29.5 por ciento de niños no escolarizados nos encontramos con un 35.3 por ciento de niñas. Los costes educativos ligados a la privatización hacen elegir a las familias qué hijos enviar a la escuela, en detrimento de las niñas, sobre todo en el África subsahariana, donde el número de niñas que nunca ha pisado una escuela dobla la cifra de niños sin escolarizar. 3. La producción de resultados de aprendizaje sigue siendo el gran talón de Aquiles de la educación en muchos lugares del mundo. Clases abarrotadas por falta de aulas o de personal, docentes que tienen que compaginar varios empleos para poder llegar a final de mes, y unos currículos que muchas veces no están adaptados a las necesidades de los alumnos y que cambian con cada gobierno son los principales factores del fracaso.

Desde la Internacional de la Educación reclamamos una voluntad política real para cambiar las cosas. Sin una inversión potente no hay ningún sistema público que pueda ser eficaz. Para ello, la educación debería gozar de la protección que merece cualquier derecho humano, lejos de la mercantilización y los intereses con ánimo de lucro. Si queremos dejar de escribir una agenda utópica tras otra para calmar la conciencia mientras el mundo cada vez es un lugar más desigual, debemos aceptar la evidencia de que hay espacios que hay que salvar del mercado. De ello depende el futuro de millones de personas. De todas, me atrevería a afirmar.