Por Ricardo Rodríguez, Técnico de Hacienda y escritor ⇒

Prometer en campaña electoral rebajas de impuestos y mejoras de servicios públicos que se saben irrealizables constituye una venerada tradición en todos los países occidentales. Forma parte del juego de engaños en que consiste el mercado político más o menos tolerado por la mayoría de la población.

La alarmante novedad de los últimos tiempos, en el nuestro y en otros países del entorno, radica en el recurso a un lenguaje apocalíptico para describir el insoportable estrangulamiento fiscal que en teoría padecemos y ofrecer, no ya una mengua específica de este o aquel tributo, sino un desmantelamiento general del sistema tributario en su conjunto. Lo que se hace, y además a sabiendas e incurriendo en una irresponsabilidad histórica, tras décadas de erosión de los principales impuestos que sustentan el Estado de bienestar social.

En la última campaña para las elecciones generales, la rivalidad entre los tres partidos de la derecha por ver quién prometía la mayor rebaja fiscal ha alcanzado cotas de delirio. Con la afirmación carente de todo significado económico concreto de que donde mejor está el dinero es en el bolsillo de los contribuyentes se ha entrado en una auténtica feria de despropósitos. A día de hoy aún nos hallamos en torno a 7 puntos por debajo de la presión fiscal media de la eurozona; alcanzar una recaudación asimilable a los países de nuestro entorno nos exigiría un aumento anual de ingresos fiscales próximo a los 80.000 millones de euros, cuantía superior a todo lo recaudado por IRPF, el tributo más importante del sistema. Una reducción drástica de nuestros ya pobres ingresos fiscales, en el marco añadido de los umbrales de déficit y deuda impuestos por Bruselas, sólo sería posible si simultáneamente se procediera a la demolición completa, radical y trágica de la totalidad del sistema de protección social, servicios de sanidad y educación así como pensiones, a la cabeza por supuesto. Quien prometa lo contrario miente.

A día de hoy aún nos
hallamos en torno a
7 puntos por debajo
de la presión fiscal
media de la eurozona

Habría sido de esperar que en la campaña de las autonómicas y municipales el debate se hubiese concentrado más en problemáticas regionales y locales y se hubiera enfriado la temperatura de la demagogia fiscal. Y no sólo no fue así, sino que casi sucedió lo contrario. Primero Ciudadanos y después el PP prometieron nada menos que una guerra fiscal abierta entre territorios, al asegurar que allá donde gobernaran usarían las competencias autonómicas para revertir cualquier elevación de impuestos decidida por el Estado, lo que es tanto como comprometerse a vulnerar la Constitución y la LOFCA, y un extraño propósito, vive Dios, en quien tan preocupado se muestra por la ruptura de la unidad de España. Porque los efectos de una contienda fiscal semejante para la unidad de mercado pueden ser devastadores. Una declaración igual en el marco de la UE habría desatado con seguridad la intervención de las autoridades comunitarias para atajarla.

Recuérdese que los ingresos fiscales gestionados por las Comunidades Autónomas descansan básicamente sobre tres impuestos del sistema estatal cedidos: Sucesiones y Donaciones, Patrimonio y Transmisiones Patrimoniales y Actos Jurídicos Documentados. Se trata de una cesión guiada por el principio de la corresponsabilidad fiscal y cuya finalidad fue la de proporcionar recursos para el sostenimiento de los servicios públicos básicos que se transferían, en especial sanidad y educación. La carrera desvergonzada entre Comunidades por pulverizar los dos primeros tributos –Sucesiones y Patrimonio, no casualmente los dos impuestos directos– supone liquidar una pieza clave para la progresividad, igualdad y justicia del sistema tributario diseñado en la Constitución. Aunque nadie parezca recordarlo, con tal fin se contemplaban de modo expreso en el texto de los Pactos de la Moncloa. Constituyen un complemento ineludible del IRPF para paliar la concentración de riqueza y garantizar la función social de la propiedad –Patrimonio–, así como para la redistribución y la igualdad de oportunidades –Sucesiones y Donaciones–, al que se suele tachar de modo bastante idiota de “impuesto de la muerte” cuando grava una manifestación tan evidente de capacidad económica como lo es la ganancia patrimonial que a título gratuito obtenemos al heredar, recibir un regalo o ser beneficiarios de un contrato de seguro de vida.

Cierto es que tampoco la izquierda ha estado a la altura de las circunstancias, o cuando menos ha carecido de la valentía y el rigor suficientes para explicar la importancia que un sistema tributario sólido tiene como garantía de la más básica justicia, para frenar el trágico ensanchamiento de la desigualdad social y para la misma pervivencia de la democracia. Hora es ya pues, y si por fin hemos concluido las fiestas electorales, de hablar en serio de impuestos. Porque con las cosas de comer no se juega.